CAPÍTULO IV

Fuera donde fuera sólo se hablaba de lo mismo, en la panadería, en la lechería, en la farmacia, e fin, en todas partes se veía a un grupo de personas haciendo las más disparatadas conjeturas, todos aportaban su granito de arena. Tanto las malas lenguas como las más bondadosas no paraban de comentar y todas creían que su opinión era la válida.
-¿Quién lo iba a decir, verdad?
-Dicen que ella no era trigo limpio.
-Pues te lo digo yo, ha sido el marido, fíjate bien que te lo he dicho, es el marido.
-No sé que decirte, a mi siempre me ha parecido un buen hombre.
-Sí, bueno tu pon a prueba a un buen hombre y verás hasta donde es capaz.
-Ella coser, sí que sabía coser bien, pero he oído decir que en aquella habitación se hacía algo más que probar vestidos…
-No me digas, cuenta, cuenta…
Las habladurías, como suele suceder, eran para todos los gustos y venían de todas partes. Quizás sean algo innato en el ser humano cuando algo tan fuera de lo común irrumpe en sus vidas tan llenas de monotonía. La gente ahora tenía algo emocionante de qué hablar y lo aprovechaba al máximo.
Con todo aquel jaleo, los primeros días nadie lo advirtió, al final los trabajadores del almacén de telas que había en la misma calle, notaron que el dueño no venía por allí desde hacía varios días, al principio nadie le dio importancia porque su ausencia era una cosa corriente, pues a veces se ausentaba por varios días a causa de su negocio. Así que llamaron a su casa preguntando por él, la doncella extrañada les contó que el señorito había salido de viaje, que su secretaría había venido a preparar una pequeña maleta y para avisarla que el señor estaría ausente unos días. El encargado del almacén llamó a la policía explicándole lo sucedido, la policía estuvo indagando por todo su entorno pero no pudo descubrir nada. La secretaría una y otra vez negaba que hubiera ida a la casa de su jefe a preparar ninguna maleta y por más que la interrogaron no pudieron hacerle cambiar su declaración.
Desde que Sara había muerto me había acostumbrado a ir a casa de la señora Irene y pasar con ella el par de horas que antes pasaba con Sara. Ella misma me lo había sugerido alegando que hasta que hubiera pasado un tiempo, todo ese rato iba a ser muy malo para mi, y que sería mejor que estuviese con ella durante unos días.
Allí sentadas frente a una taza de café charlábamos de todo y como es natural muchas veces nuestra conversación giraba en torno al asesinato.
-¿Quién cree usted que habrá sido? –le preguntaba yo, como si ella tuviese la respuesta. –Además por más que le doy vueltas no puede encontrar el motivo.
-Algún motivo habrá, el que no lo encontremos ni lo entendamos, no quiere decir que no haya un motivo. No lo estoy justificando, pero vete a saber tú los motivos que tiene una persona para matar a otra. El criminal siempre cree tener motivos perfectamente loables para actuar así, se convence de que la víctima se lo merecía, de que tenía que pagar por sus culpas y él debe de ser la mano ejecutora, o incluso puede decirse que está liberando al mundo, o a la victima de algo terrible. Mira hace muchos años conocí a dos ancianas que vivían cerca de aquí, vivían las dos en la misma casa, la una era mayor que la otra y había sido su maestra, yo conocía a la que era maestra, un día, la más joven mató a golpes de martillo a su compañera. Cuando le preguntaron porqué había actuado así, se limitó a decir muy tranquila que había visto al diablo en sus ojos y que tenía que librarla de él. La pobre, como es natural, acabó sus días en un manicomio. Así que vete tú a saber los motivos que impulsan a la gente
-En este caso por más que lo pienso no encuentro ninguno.
-¿Tu la conocías bien? ¿Realmente bien? Quiero decir ¿te hacía confidencias? ¿De qué temas hablabais?
Después de meditarlo bien le respondí:
-Yo creo que nunca se llega a conocer a las personas del todo, que siempre tenemos una faceta de nuestro carácter que nunca contamos a los demás, no quiero decir que sean grandes secretos, pueden ser pequeñas tonterías, pero que las guardamos para nosotros mismos. Éramos amigas, nos apreciábamos, charlábamos de todo un poco pero de cosas superficiales. Lo que más me gustaba de ella es que no era criticona, por ejemplo nunca me hablaba de sus clientas, bueno entiéndame bien, sí que me decía que a la señora Fulana de tal le gustaban los colores claros, que a la señora de Mengano le gustaban más los trajes sastre que los vestidos enteros y cosas de estas, pero nunca le oí hacer ningún tipo de crítica sobre sus clientas.
-Era lo que se suele decir una buena mujer ¿no? –me preguntó como invitándome a reflexionar sobre ello.
-Pues sí, pero si me pongo a pensar, la verdad es que no la conocía muy a fondo, quiero decir que sé que cada mañana iba a la compra, que por las tardes cosía en su casa, sé que le gustaba el café muy caliente, casi hirviendo, sé que era muy limpia, casi obsesiva, que odiaba tener trastos por en medio, pero no puedo decir que me confesara sus secretos más íntimos. Éramos amigas superficiales, que nos apreciábamos mucho, pero no éramos íntimas de esas que se lo cuentan todo. Sara era muy reservada y la verdad es que yo también lo soy, en fin, que todo esto es un misterio insondable para mí.

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