CAPÍTULO V

En el barrio este nuevo suceso cayó como una bomba, ni que decir tiene que si con el primer asesinato los comentarios volaban, con el descubrimiento del segundo cadáver, la noticia corrió como la pólvora.
Había aparecido don Carlos Costas, pero había aparecido muerto de un disparo en la cabeza. Se lo encontró el mozo de su almacén. Estaba en el sótano donde se guardaban las cajas de embalaje.
Tenían que mandar un pedido y el mozo había bajado al sótano para buscar la caja de madera donde se embalaban los grandes rollos de tela. Al ir a coger la caja se encontró detrás a su jefe sentado en el suelo, apoyado contra la pared, con una pistola a su lado como si se le hubiese caído de la mano. Como es natural el pobre hombre casi se desmaya del susto.
La pistola resultó ser la misma que había matado a la pobre Sara. Pero la policía enseguida descartó la teoría que iba de boca en boca y que era la que de don Carlos en un ataque de celos había matado a Sara y luego se había suicidado él.
Otra vez volvió la policía a interrogarnos, bueno sería más correcto decir que continúo pues nunca habían dejado de interrogarnos a todos.
Aquello se estaba convirtiendo en una pesadilla, sobre todo para José Luís, pues los vecinos ya empezaban a darle de lado y a volver la cara cuando se cruzaban con él. Aunque no todos tenían este comportamiento, la mayoría sí que tenía esta actitud tan poco caritativa, así es que el pobre hombre estaba desesperado.
Una noche mi marido y yo lo invitamos a cenar a casa para tratar de animarle, pero fue inútil.
-Es terrible, no sabéis por lo que estoy pasando, no tienen bastante con que a mi mujer la hayan asesinado que ahora sospechan de ella manchándola con sus sucias calumnias, y por si esto no fuera bastante, me creen a mí el autor de los dos asesinatos.
-No hagas caso –intentó consolarlo mi marido– sabemos que todas esas maldades que van circulando por ahí carecen de fundamento, ya sabes que por desgracia a la gente le gusta darle a la lengua.
-Ya sé que es muy fácil dar consejos y decir que no hay que preocuparse, pero de verdad José Luís que tarde o temprano todas esas mentiras se acabarán. No te atormentes, ni siquiera te dignes escucharlas. –Le dije yo pasándole la bandeja con el pollo– ¿Te ha molestado mucho la policía?
-¡La policía! Esa es otra, son los primeros que sospechan de mi, me vuelven loco siempre repitiendo las mismas preguntas, que sí ¿dónde estuvo usted la tarde del crimen? Que sí ¿hasta qué punto conocía a don Carlos? Se perfectamente que es su trabajo, pero que preguntas más estúpidas ¡¿hasta que punto voy a conocer a don Carlos?! Pues hasta el punto de conocerlo de vista ¡como todo el mundo! ¿Acaso no tiene el almacén en esta misma calle? Creo que en todos estos años no he cruzado con él ni una docena de palabras, y ahora sospechan que yo lo he matado ¡es absurdo! –Dijo retirando el plato hacia un lado de la mesa y cogiéndose la cabeza en un gesto que ya empezaba a ser característico de él– Ahora, ¿sabéis lo que os digo? ¿Sabéis qué es lo peor de todo? ¿Lo que no soporto? Son las lenguas viperinas que van diciendo por ahí esas asquerosas mentiras sobre mi Sara.
-No pienses en eso ni por un momento –le dijo Juan– No permitas que siembren la duda en tu cabeza, nosotros sabemos que son sólo eso: mentiras.
Pero resultó que las sospechas de la policía, y las de la gente, resultaron ser ciertas. Descubrieron que Carlos y Sara habían sido amantes, eso sí, amantes muy discretos, pero amantes al fin y al cabo. Aquella noticia casi acabó con José Luís, terminó de derrumbarlo y tuvieron que ingresarlo en una clínica de reposo.
Fue un tiempo muy malo, Juan y yo íbamos a verlo, pero había veces que ni siquiera nos hablaba.
Y mientras tanto las pesquisas de la policía proseguían su curso, pero parecían que no adelantaban nada. Las habladurías en el barrio continuaban, pero con menos fuerza, al fin y al cabo, la gente se cansa de estar siempre dándole vueltas a los mismos temas. Las opiniones estaban divididas, unos creían que el asesino había sido el marido y otros opinaban que un loco andaba suelto por el barrio.
Aún ahora me indigno cuando recuerdo todo aquello, pero con la lejanía del tiempo lo veo todo con más tranquilidad. Hubo gente (en honor a la verdad he de decir que no fueron muchos) que llegaron a sospechar de mi, y los motivos que alegaba para tamaño disparate eran que yo apreciaba tanto al marido que había querido vengarme en su nombre.
Almas caritativas venían a contarme estos cotilleos que habían hecho el señor tal o la señora cual. Como es natural yo me llenaba de indignación, pero decidí que la mejor manera de acallarlos era no haciendo caso de ellos.

1 comentario:

Marisela dijo...

Hola María!!!! Creo que es la primera vez que te leo y me ha gustado mucho tu forma de escribir. Es limpia y sencilla, con lo que facilita la lectura al tiempo de que engancha al lector acta terminar el relato.
Veo que tienes otros blogs también interesantes, pero que hoy no me da tiempo de visitarlos todos. También veo que te gusta la pintura igual que a mi.
Prometo regresar y dar un paseo por tus otros blogs.
Un saludo.