CAPÍTULO I

Cuando a las siete de la mañana bajé a la portería, nada hacía presagiar que aquel día no iba a ser como los demás.
Una de mis tareas consiste en abrir las grandes puertas, si es invierno y aún es de noche, en encender las luces del gran portal de mármol y recoger el correo de la tarde anterior para entregarlo a sus destinatarios, luego subo a mi casa, que está en el último piso y preparo el desayuno de mi hija y de mi marido, pero como decía antes, aquella mañana esta rutina se vio interrumpida cuando al abrir las puertas de la calle vi una ambulancia y un coche de policía.
¡Qué poco imaginaba yo cuando leía las novelas de intriga que tanto me gustaban, que algún día me vería envuelta en un suceso que muy bien pudiera ser considerado novelístico!
En el momento que puse el pie en la acera vino hacia mí la portera del número dos sumamente alterada, y con voz aguda y con su larga nariz, de la cual decía ella que era como un radar que lo olfateaba todo, sobre todo las desgracias, me dijo.
-Ana, ¿no te has enterado? –y sin dar tiempo a que le respondiera siguió diciéndome– pues es raro que aún no sepas nada, sobre todo con lo amigas que erais.
-¿De qué me estás hablando? –le contesté empezando a asustarme con sus palabras.
-Pues de tu amiga Sara, la modista, algo le ha pasado. Hace unas horas vino la policía y después una ambulancia. No sé exactamente que ha sucedido, pero un vecino me ha dicho que está muerta –soltó de golpe y con una satisfacción morbosa– ¿Qué te parece chica? Oye te has quedado blanca, pareces a punto de desmayarte.
Haciendo un gran esfuerzo logré sobreponerme. No era posible que Sara, mi amiga Sarita tan llena de vida y salud estuviese muerta. Seguro que esa chismosa del dos se había equivocado; pero en ese mismo momento vi como bajaban una camilla tapada con una sábana y la metían en la ambulancia. Me acerqué a los camilleros y les pregunté del piso donde venían.
-Del tercero primera señora.
Al ver mi cara el camillero me preguntó si me encontraba bien, le dije que si con la cabeza y me fui corriendo a mi portal, me senté en las escaleras y me metí en un hueco que había detrás de la portería, allí refugiada de las miradas de la gente me puse a llorar, estuve llorando hasta que oí unos pasos que bajaban por la escalera, entonces enjugando mis lágrimas me levanté y vi que era mi marido que extrañado por mi tardanza venía a ver que me había pasado.
Después de dejar a mi hija en el colegio. Subí a casa de Sara a ver como estaba su marido.
El pobre hombre me abrió la puerta y vi que aún llevaba el mismo traje con el que lo vi la tarde anterior. Estaba como sonámbulo, al ver que era yo se hizo a un lado dejándome pasar.
-Me alegro de que seas tú, no podría soportar que fuera algún otro que viniera a
chafardear como si fueran buitres carroñeros y por hoy ya he tenido bastante de policía, aunque me temo que no han terminado. Además no me digas cuanto lo sientes porque lo sé, no quiero palabras vacías de condolencia.
-Ya me conoces, no pensaba darte el pésame, sólo he venido a ver que es lo que necesitas y a prepararte el desayuno porque me imagino que no habrás comido nada, y aunque no tengas ganas te vas a tomar un café con leche.
-No lo entiendo, Ana –me dijo sentándose en la silla de la cocina y levándose las manos a la cabeza– tú que la conocías quizás me puedas explicar que es lo que ha pasado, tú eras su mejor amiga.
-José Luís, ni siquiera se que es lo que ha pasado, no se si ha sido un accidente, un ataque… no se nada.
-¿Pero cómo? ¿Es que no te lo han dichos esas arpías de la calle que se enteran de todo antes de que pase? –Dijo levantándose de golpe y haciendo volcar la silla con un fuerte golpe– la mataron, Ana, la mataron, alguien ha asesinado a mi Sara –y diciendo esto se echó a llorar.
Me quedé atónita, la jarra de leche que tenía en las manos se me cayó al suelo haciéndose añicos y desparramando su contenido.
-¿Asesinada dices? ¡No es posible, debe ser un error!
-No hay error que valga, le han pegado dos tiros. Si la hubieras visto… era horrible, allí tendida, en su probador, con una mancha oscura en su preciosa blusa blanca, esa que tanto le gustaba ponerse, la del volante, ya sabes su preferida, yo…
Se tapó la cara con la servilleta que estaba encima de la mesa y volvió a llorar. Dejé que se desahogara, salí de la cocina y me fui al probador. Era horrible, como había dicho José Luís, en el suelo habían dibujado con una tiza el cuerpo de mi amiga, y en medio de esa figura había una mancha oscura. Encima de un sillón había un alfiletero y en la pequeña mesita, que hacía las veces de revistero, estaban las tijeras, a los pies de la silueta de tiza estaba tirada la cinta métrica, el maniquí tenía puesto el último vestido que estaba cosiendo. Salí de allí con los ojos llenos de lágrimas y fui a preparar el café.

No hay comentarios: